jueves, 20 de enero de 2011

LOAS AL PRESIDENTE GARCIA

EL AMOR POR LA FARSA
Por César Hildebrandt

Semanario "Hildebrandt en sus trece"
Alan García es, como se sabe, un personaje de Scorsese, un exceso de diversas felonías. Es el hombre de centro que nacionalizó la banca, el izquierdista que gobernó para la derecha, el derechista que cita al Haya de la Torre revolucionario, el que predica la virtud y disfruta no sólo el vicio de la gula, el padre ejemplar con hijos escondidos, el mesócrata modesto con pisos en París y en Bogotá, el que se indigna ante la inmoralidad pero engorda su fortuna cada día que pasa, el hombre culto que cita mal a Vallejo, el que dio órdenes de muerte para matar a gente desarmada y habla siempre de los valores de la vida, el estadista que, sin embargo, insulta y vive en lo ínfimo, el patriota que ha terminado de destrozar a las Fuerzas Armadas, el aprista que masacró al APRA como institución, el Montesquieu que tiene a sus mejores sirvientes en el Poder Judicial, el visionario que envía a la SUNAT donde sus enemigos, el ideólogo que propicia el saqueo. Para decirlo en breve: Alan García murió civilmente en un año no determinado de la década del 80. Lo que hoy queda de él es este puzzle de contradicciones, este baile de máscaras proteicas. Por eso el jueves, viéndolo con Sebastián Piñera, que sería un buen hombre si no fuera tan reaccionario, comprendí qué unía, más allá de intereses y tensiones marítimas, a ambos. Y llegué a esta conclusión: lo que los hace tan afines es su condición teatral de farsantes, el éxito obtenido desde la impostura.

El caso de Piñera es también patético. Este pinochetista olvidadizo tiene serios problemas de cultura (dice “cubrido” en vez de cubierto, por ejemplo) y, como buen palurdo, su obsesión es llenar su hoja de vida con acontecimientos imaginarios y premiaciones de mentira y docencias de cuento.

El escritor y académico chileno Roberto Castillo examinó la hoja de vida de Piñera y leyó, asombrado, que éste habría sido “el mejor alumno de su generación en Harvard” (lo de “mejor alumno de La Católica de Chile” ya había sido desmentido por testigos de época).

Castillo hizo las averiguaciones pertinentes y confirmó sus sospechas: Harvard nada tenía que ver con tan propagandística afirmación. Es más, Harvard jamás otorga distinciones de ese tipo.

Hay más. En la misma hoja de vida se decía que Piñera había obtenido su doctorado “con honores máximos”. Castillo consultó con el Departamento de Economía de Harvard y preguntó si allí se concedían esas galas. Le confirmaron que no. Es más: el economista Roger Myerson, de la misma pro¬moción que Piñera en Harvard, no recordaba ni el nombre del actual presidente chileno. Sí recordaba, en cambio, el nombre de Carlos Salinas de Gortari.

Según esa misma hoja de vida fantasiosa y dictada por él mismo, Piñera habría sido, tras su paso glorioso por esos claustros, profesor de economía en Harvard en algún momento del periodo que va de 1976 a 1982. El minucioso Castillo envió otro correo electrónico a Harvard y recibió la siguiente respuesta, firmada por Steve Bradt, director asistente de la oficina de informaciones de la Facultad de Artes y Ciencias de esa universidad:

“No existe registro alguno del nombramiento de Sebastián Piñera como Profesor de Economía… No existe ningún registro de que alguien llamado Sebastián Piñera haya enseñado alguna vez en la Facultad de Artes y Ciencias”.

Entonces Castillo pensó que a lo mejor Piñera sí había enseñado en la J.F. Kennedy School of Government, que es parte de Harvard. Doug Gavel, gerente de relaciones públicas de esa institución, contestó: “No existe registro de ningún Sebastián Piñera…”.

¿Cómo no entender esa armonía, casi de origen químico, entre Piñera y García? Podrían hacer un dúo de rancheras triunfantes (con aplausos grabados y hurras de vinilo y condecoraciones de hojalata).

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