En la mayor de las ironías de los últimos tiempos, el hombre que convocó a las elecciones de hoy, debiendo garantizar su neutralidad y su defensa de cualquier injerencia ajena a sus fueros, es el mismo que ha intervenido, desde el gobierno, como un candidato más.
Y como si esto no fuera suficiente, es el mismo que ha puesto en entredicho funcional y moral al Jurado Nacional de Elecciones (JNE), y el mismo que increíblemente ha pasado por alto las absurdas descalificaciones al proceso por parte del secretario general de la OEA, Luis Almagro.
Este hombre es Ollanta Humala, que se acerca al final de su mandato más como candidato que como presidente, más como opositor de sí mismo que como jefe de Estado, más como promotor de discordias en el sistema político que como encarnación de una nación que necesita recomponerse, más como falso predicador de ‘los de abajo’ que como mandatario elegido para servir a todos los peruanos.
Lo vimos así desde que suscribió a regañadientes la hoja de ruta que lo obligaba, a solicitud de sus socios y garantes, a respetar la Constitución, las libertades democráticas y el modelo económico, como condición básica para ganar la segunda vuelta electoral del 2011 contra Keiko Fujimori. Con su solo programa de la gran transformación, que representaba el caballo de Troya del chavismo en el Perú, apenas podía aspirar a una nueva derrota como la que sufrió frente a Alan García el 2006. La misma ‘gran transformación’ que ahora promete restaurar la candidata del Frente Amplio, Verónika Mendoza, ex asistenta de Nadine Heredia y socia deHumala al inicio de su gobierno.
Humala es también el mismo hombre que otrora alentó, impunemente, desde el bien remunerado puesto de agregado militar del Perú en el exterior, la sangrienta rebelión que su hermano Antauro desató en Andahuaylas contra el régimen de Alejandro Toledo.
Pero lejos de mostrarse reconciliado con la democracia y con la amnistía (por la revuelta de Locumba) que le permitió incursionar en política, volvió a aparecer desafiante el 28 de julio del 2011, cuando se negó a jurar por la Constitución con la que había sido elegido y con la que tendría que gobernar sí o sí.
Sus discursos de confrontación reviven todo el tiempo al Humala de las campañas electorales del 2006 y el 2011, como si estas no se hubieran agotado; su rencor por no haber podido plasmar la candidatura presidencial continuista de su esposa Nadine Heredia es visible; y su díscolo trato con la clase política terminó por extenderse a su propio partido, al que sacó de carrera electoral escudando su desastre político en el JNE.
Finalmente, el cierre de campaña de Humala de los últimos días, entrometiéndose en la contienda electoral con desembozadas amenazas contra los candidatos que se atrevan a tocar “sus” programas sociales, representa el broche oscuro de su paso por una democracia que le ha quedado demasiado grande para el empaque soldadesco y autoritario que lleva dentro.
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