"Era marzo de 1999, una llamada telefónica ordenó a todos los coroneles y generales de las tres Fuerzas Armadas y la Policía Nacional que estaban en el país, viajar a la capital con suma urgencia. Sin explicación de por medio, se les indicó que acudan a una instalación de la Fuerza Aérea, una vez allí se dieron con una sorpresa, para muchos desagradable.
Así es como lo recuerda mi padre, el General de Brigada del Ejército en retiro, Andrés Acosta Burga.
Era la primera vez que él y yo, desde que tengo uso de razón, conversábamos sobre un asunto tan delicado: el régimen fujimontesinista y su relación con las Fuerzas Armadas. Confieso que conscientemente había evitado el tema porque creía que invadiría un espacio muy personal, además temía encontrarme con una respuesta que no me agradara escuchar. Siempre me pregunté “¿si tantos militares acabaron presos por apoyar, directa o indirectamente, a este régimen, no será acaso que…?”, y ponía mi mente en blanco para no pensar más. Sin embargo, tras esta larga charla, sentí que por primera vez conocía a mi papá, que nuestros pareceres no eran tan distintos, que la brecha entre los dos, “la distancia que nos separa” (CISNEROS, Renato 2015), se había acortado.
La reunión que quedó registrada en un vladivideo no fue la primera, me dice mi papá. Días antes todos habían sido convocados de la misma manera y acudieron al mismo lugar, pero una vez allí les dijeron que la orden había sido cancelada y que regresen a sus unidades. Cuando volvieron a ser citados, se encontraron en medio de un gran salón rodeados de cámaras. “Encontramos toda una parafernalia de cámaras que filmaban todo por todas partes, dirigida por uno de los oficiales que trabajaba para el Servicio de Inteligencia, el señor Huamán. Evidentemente todos nuestros movimientos eran grabados, cámaras por todos lados, ya puedes imaginarte que era una atmósfera de presión psicológica, de carácter intimidatorio”, me dijo.
Toda mi niñez y adolescencia estuve rodeada de militares, viví en una villa militar, estudié en un colegio militar, iba al círculo deportivo militar a pasar los veranos. Crecí viendo a mi papá con su impecable uniforme verde, y una de las cosas que más me gustaba hacer era visitarlo en el cuartel. Veía el respeto con el que se dirigía a sus superiores, el mismo con el que se dirigían a él sus subordinados. Lo veía estudiar hasta tarde en la sala para sus exámenes de ascenso mientras mi mamá nos exigía a mis hermanos y a mí guardar sepulcral silencio para no interrumpirlo. Y cuando esas quemadas de pestaña rendían sus frutos y nos avisaba que sí, que lo habían ascendido de grado, todos en casa nos llenábamos de orgullo y felicidad. Lo acompañábamos en todos sus cambios de colocación, menos a uno, cuando lo mandaron al Frente Huallaga en 1993, era muy peligroso que una mujer y tres niños vivieran en zona de emergencia, así que todo ese año estuvimos solos en Lima, pegados a las noticias, rezando porque no hubieran atentados. Así era mi vida, una especie de burbuja impenetrable, casi nada entraba y casi nada salía. Cuando empecé el instituto en 1997, las cosas cambiaron.
Después de pasar lista a los coroneles y generales que habían asistido a la convocatoria (no se exigió la presencia de los que estaban de agregados militares en el extranjero), ingresó al salón quien entonces era el Jefe del Comando Conjunto, el general César Saucedo Sánchez, junto con los comandantes generales de las instituciones castrenses y la Policía. En la mesa también estaba el asesor presidencial Vladimiro Montesinos Torres. Entonces se procedió a leer un documento, “una especie de pronunciamiento” en el que se expresaba apoyo a los estamentos militares, pero también a los órganos de inteligencia. “Cuando mencionan eso, yo recuerdo una especie de murmullo, por lo menos en el sector en el que estábamos nosotros en el Ejército, porque no tenía nada que hacer una institución como el Servicio de Inteligencia en una reunión eminentemente castrense, el Servicio de Inteligencia en ese momento no era dependiente de ninguna institución castrense, dependía de la Presidencia”, me recordó mi papá.
Cuando empecé a formarme como periodista ya habían graves cuestionamientos al gobierno de Alberto Fujimori, el más reciente en esa época, la ley de interpretación auténtica que permitía que, luego de aprobada la nueva Constitución Política del Perú, el presidente intentase la re-reelección. Yo acababa de salir de mi burbuja y el golpe con la realidad fue muy duro. Aunque me tomó tiempo entender, asumí una posición, pero me sentía en medio de un fuego cruzado, y no faltaron quienes me negaron el derecho a protestar por ser “hija de un militar”.
Un acta, según la definición de la Real Academia de la Lengua, es una relación escrita de lo sucedido, tratado o acordado en una junta. Es decir, un documento que surge tras un debate entre dos o más personas y que recoge sus acuerdos y desacuerdos. Lo que ocurrió en ese salón de la Fuerza Aérea fue cualquier cosa menos un debate, y en consecuencia, lo que se firmó no puede de ninguna manera ser llamado un acta. Los hombres que ese 13 de marzo de 1999 fueron convocados a ese lugar jamás tuvieron la oportunidad de discutir el contenido del documento, no participaron de su elaboración y fueron presionados a firmarlo bajo la evidente amenaza que significaba verse registrados en video.
Hace unos días, Julio Guzmán, candidato a la Presidencia de la República por el partido Todos Por el Perú (TPP), despidió al General de la Policía en retiro Félix Murazzo del cargo de coordinador del área de seguridad ciudadana de su equipo técnico luego de que se diera cuenta de que había sido uno de los tantos militares y policías que firmaron este documento con la excusa de que “colisiona con los principios rectores” de su organización. Para mi papá fue algo injusto, no por tratarse de Murazzo específicamente, sino porque a ellos se les llamó a firmar un documento que ya estaba elaborado previamente. “No se puede estigmatizar a cualquier persona que haya sido llamado, cumpliendo órdenes, y decir que solo por haber firmado un documento ya se le pueda descalificar… Si esa acta hubiera sido producto de un debate y fuese considerada constitucional, todos los que participamos estaríamos bajo el mecanismo de conspiración, y el hecho de hacerlo bajo el poder que el Estado le dio a ciertos generales para obligarnos, no convalida esa acta. Esa acta fue elaborada por un pequeño grupo de personas y fue impuesta a la demás oficialidad”, me dijo.
¿Pudieron haberse negado? Seguro que sí, pero eso hubiera significado poner en riesgo toda una vida dedicada a una institución que debía estar por encima de los vaivenes políticos. Mi papá cumplió 34 años de servicio en el Ejército, antes, durante y después de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. Vivió, y puedo decir que hasta sufrió en carne propia, la injerencia política que no cesó tras la caída del régimen. “Se mantuvieron algunos vicios porque les convenía y por eso se cometieron abusos, y muchos miembros de las Fuerzas Armadas callaron o soportaron estoicamente porque dependían de una remuneración, porque tenían una familia, y por último porque muchos estaban verdaderamente comprometidos con la institución, tenían vocación de servicio, y reflexionaron como muchos hemos reflexionado: “ya saldrá este señor del mando, será momentáneo, pero yo seguiré en mi institución””.
Y mi papá siguió hasta el día en que se dispuso su pase al retiro en el año 2008.
El fujimontesinismo, y no sólo este, le hizo mucho daño a las Fuerzas Armadas, las usó, torció sus objetivos y las puso en contra de la sociedad. ¿Qué se ha hecho en más de 15 años por reconstruir esa relación? Muy poco. La distancia entre ambos es todavía muy grande. No pretendo entrar en polémica con nadie, esta es una posición personal, subjetiva y de parte, pero creo que si queremos reconciliación en nuestro país, mantener y reforzar el estigma, no ayuda en nada."
Pamela Acosta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario